Cosas que nunca cambian

A Sexual Fantasy

— By Freelane

Paseamos cogidos de la mano por el centro de Barcelona. Entre el bullicio, él se me acerca y me susurra. Tengo una sorpresa para ti. Si no recuerdo mal esta semana cumplimos once años. Saca un pañuelo negro. No vas a ver nada hasta que esto termine. Me río nerviosa y me dejo vendar los ojos. Me conduce por las calles. Cuando nos detenemos las voces de la multitud se oyen lejanas. Entramos en un ascensor y escucho el rugir de la vieja maquinaria. Mientras subimos me besa y me aprieta contra la pared. El ascensor se detiene, cruzamos una puerta pero no oigo la llave. ¿Un hotel? Espera aquí, dice. Escucho sus movimientos por la habitación. Unos segundos más tarde, noto de nuevo su aliento a mi lado, me besa el cuello. Entonces me doy cuenta de que hay alguien más en la habitación. Si quieres parar solo tienes que decirlo. Asiento mientras aprieto su mano. No quiero parar, pero estoy temblando. La otra persona se acerca entonces a nosotros y me besa. Empiezan a desnudarme. No puedo creer que sea un desconocido, él no sería capaz de dejarme en manos de un extraño. Cada trozo de mi piel que va quedando al descubierto recibe sus besos y sus caricias duplicadas. Pienso si le gustarán mis carnes. Ellos aún conservan la ropa pero puedo notar lo duros que están cuando me aprietan entre sus cuerpos. Es la primera vez que otro hombre me ve desnuda. Mi chico está a mi espalda, me sujeta y empuja mi cadera hacia delante, ofreciéndome, mientras me susurra al oído. Le encantas, me encantas. Noto como me sonrojo, y como mis piernas flojean. Pero solo puedo dejarme llevar, temblorosa, sintiendo como una boca nueva, con hambre nueva, se abre paso. Ya no reconozco de quién es cada mano, cada beso, cada gemido, cuando, por cada rincón de la habitación, van compartiendo mi cuerpo. Acabamos en un abrazo de triple sudor, en una cama con sábanas de un color desconocido. El otro hombre marcha. Me quita entonces el pañuelo. Espera, falta algo. Vuelve a la cama con una botella de agua y una bolsa de croissants. Por suerte, hay cosas que nunca cambian.