Erótica Cotidiana
A Sexual Fantasy
Vivíamos en un apartamento de una pequeñez acogedora. Sesenta metros cuadrados, dos habitaciones, baño, cocina, y un espacio para sala y comedor. En lugar de balcón, la sala tenía una vidriera todo lo grande de la pared, a través de la cual podíamos ver el correr intermitente de los automóviles. Usábamos cortinas semi-transparentes por que nos gustaba que los viandantes adivinaran nuestras siluetas cuando cogíamos en el sofá, mis manos apretando las tetas de María como queriendo agarrar el pajarillo inquieto del placer.
Cumplíamos un ritual cada vez que lavábamos la ropa. No teníamos secadora así que, luego del ciclo de secado de la lavadora, abríamos la vidriera y colgábamos las prendas húmedas de un cordón que zigzagueaba en la sala. Al terminar, yo me quedaba quieto, intentando atravesar con la mirada la maraña que hacía invisible el exterior, disfrutando el caer pausado de las gotas, y las sombras que la luz creaba al atravesar la tela de los calzones de María, impúdicamente expuestos a las miradas, acariciados por la brisa.
Nos desnudábamos y la tumbaba boca abajo bajo el cielo olor a limpio y mordía sus nalgas, enrojeciendo el blanco implacable de su piel, mientras la escuchaba gemir entre risas. Sin dejar de penetrarle el culo con la lengua me dedicaba a masturbarla: dos, tres dedos en su interior cada vez más pálpito, más agua, hasta que apretando con fuerza anunciaba un orgasmo, primero ronco, y luego todo carcajada. Me arrodillaba mirándola y bastaba que me tocara apenas la verga para devolver el blanco a su piel. Ella reía al sentir cada salpicadura de mi corrida bañándole la espalda.
Quedábamos allí, acostados bajo la ropa, con la vidriera abierta de par en par, y dormíamos una siesta invadida de humedad. Creo que así empezamos a aprender a ser felices.
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