La ciencia del sexo

A Sexual Fantasy

— By therfer

Me cuenta que tenía tres obsesiones: Interviú, la ciencia y el vello púbico pelirrojo. La primera le venía de cuando, siendo adolescente, fisgoneaba aquella revista sin que sus padres se enterasen. Por los reportajes, de verdad. Soñó con, algún día, poder escribir en aquellas páginas. Se excitaba sólo de pensarlo.

La ciencia llegó más tarde. Se licenció en física y se doctoró en ciencia cognitiva, en el desarrollo de las tecnologías de análisis del escáner cerebral. En su trabajo escudriñaba las reacciones más íntimas, los secretos que se agazapan tras las neuronas de cada uno. Leía el cerebro. No fui consciente de lo que hacía cuando dejé que me escaneara mientras me masturbaba. Lo hice por un amigo que publicaba un libro sobre “La ciencia del sexo”. No pensé en lo que vendría después, al emerger su tercera obsesión.

Mi primera vez en el escáner se podía respirar la asepsia. Estaba rodeada de médicos, fotógrafos y periodistas. Parecía el rodaje de una película porno, aunque, por una vez, mi cerebro era la estrella. Lejos de la frialdad hospitalaria, me humedecí enseguida pese a todos aquellos sensores y al extraño zumbido del TAC. De hecho, descubrí un nuevo fetichismo en el tacto del plástico de aquellas máquinas y en la imitación de cuero de la camilla. Con discreción, con toda la que se podía ante aquel aquelarre de científicos ansiosos, introduje mis dedos bajo mis bragas y me masturbé. Al fin y al cabo, tal vez era la única vez en mi vida en la que estaba segura de que me querían solo por mi cerebro. Para correrse. Y lo hice, como demostró toda mi actividad neuronal que quedó registrada.

Sin embargo, entre aquella rara comitiva me observaban unos ojos con un ardor especial. Era la única persona que, aprovechando su posición mientras me masturbaba, había visto asomar mi vello púbico. Su tercera obsesión. Cuando se presentó ante mí me generó confianza, aunque jamás hubiese sido capaz de imaginar lo que vendría después.

Días más tarde, contactó conmigo por internet y sucumbí, halagada, a su proposición: quería volver a escanearme, pero esta vez sin tanta gente. No había visto jamás un cerebro como el mío. Lo repetimos varias veces, siempre con nocturnidad, aprovechando el cierre de la planta del hospital por los recortes y su amistad con un vigilante de seguridad, que se relamía mientras imaginaba lo que quería cuando nos dejaba entrar entre risas.

Conocí su obsesión por Interviú cuando, de repente, una noche me ordenó que trajese la revista. Obedecí. Quería escanearme leyéndome, leyendo mis textos. Nos habíamos enganchado a aquellos furtivos encuentros en los que, sin tocarnos, recibíamos el goce que nos merecíamos a la vez que, gracias a la ciencia, comprendí mejor los entresijos de mi sexo y mis orgasmos; aprendí qué activaba en mi mente cada resorte de mi cuerpo.

Todo acabó cuando nos descubrieron por culpa de un inesperado cambio de turno del vigilante de seguridad. Perdió su trabajo pero nuestra amistad prosigue todavía hoy: la ciencia del sexo nos esclaviza. Porque el sexo está en su cerebro. Y en el mío. Y en el tuyo. A todas horas.